Antologia Urgente en Bicicleta



No se puede hablar de la bicicleta, dice el antropólogo francés Marc Auge, sin hablar de sí mismo. La bicicleta es la infancia, es el descubrimiento del cuerpo, una exploración del espacio y el tiempo distinta; el conocimiento de los límites y del más allá. El sueño del ciclista es el de andar por la tierra como el pez en el agua o el ave en el cielo y sin embargo, como paradoja, la bicicleta frente al mundo mediático en que vivimos es el principio de realidad. Andar en bicicleta es también lo que no se olvida.
Los franceses, tan inclinados a la exageración, es uno de sus rasgos de estilo después de todo, querrán llevar el asunto para el lado de lo subjetivo; así Eric Fottorino, ciclista, novelista y hasta el año pasado director de Le Monde, llega a decir que andar en bicicleta es un modo de escritura. ¡Esta manía de querer convertirnos a todos en plumas! En su Pequeño elogio de la bicicleta (ed. Gallimard, aún no traducido) alega que muchas ideas vienen mientras se pedalea. Y trae la imagen, como si fuera una foto vieja, de Diño Buzzatti, enviado en el año 1949 por el Corriere della Sera para escribir sobre la vuelta de Italia, competencia que, con sus maratónicas -y muchas veces inhumanas- tres semanas de recorrido por las rutas de la península y países vecinos, este año cumple cien años. Aunque la anécdota es muy buena (más allá de lo que haya escrito el autor de El desierto de los tártaros, quien al parecer equiparó el duelo de los dos favoritos con la lucha Aquiles y Héctor), y hasta parece inventada, no creo que alcance. Se necesita algo más.
En una entrevista reciente, el maratonista y novelista japonés Haruki Murakami también resaltaba la importancia del esfuerzo físico para la escritura. Haciendo de contrapeso, el desaparecido Roberto Bolaño, en una conferencia amarga y ahora célebre aparecida en El gaucho insufrible, decía que estamos en una época de escritores que van al gimnasio. Como para poner las cosas un poco más parejas, como para no ponernos sin quererlo e inadvertidamente del lado del fitness y la cosmética en general (del cuerpo, de ideas, da lo mismo). Pero no; la bicicleta que está del lado de la cultura del cuerpo hermoso es justamente la negación de la bicicleta que amamos; la bicicleta fija, la bicicleta inmóvil que ni siquiera hay que saber manejar y que no nos lleva a ninguna parte.
El antropólogo Marc Auge aunque también se ha dedicado a estudiar la dimensión poética de la bicicleta ya que subrepticiamente nos hace entrar en otra geografía, uniendo puntos y recorridos que otros medios de transporte impiden unir, es más medido en su análisis y no va tan lejos como Fottorino.
Andar en bicicleta no nos convertirá en artistas; para Auge, la bicicleta simplemente nos hará más humanos, nos ayudará a comprender a los otros; nos ayudará a cambiar la ciudad y empezando por ahí, quizás, a la sociedad toda.
En su reciente Elogio de la bicicleta (ed. Manuels Payot, no se tradujo aún al castellano), dice: “La bicicleta es un humanismo”. Antes de llegar a esta conclusión propone un recorrido que va del mito a la utopía pasando por la crisis. Una utopía que él llama eficaz, en tanto fuera capaz de convencer a los habitantes de una ciudad determinada. La bicicleta -se entusiasma Auge- cumple con un doble aspecto central: es la dimensión perceptible y real de un mundo utópico.
Parte del aspecto mitológico de la bicicleta había sido magjstralmente puesta de relieve por Roland Barthes en sus célebres Mitologías, en las que analizaba la construcción de la figura de héroe por parte de la prensa que cubría el Tour de France.Pero más allá del imaginario alrededor de las dos ruedas, parte del interés del rescate de la bicicleta radica en el modo en que ella articula la mitología social y la personal.
Todos tienen su historia personal para contar con la bicideta y el uso o no de la bicicleta como transporte también puede hablar de la comunidad que somos o queremos.
En mi propia historia, hasta llegada la edad adulta, la bicicleta había sido una presencia intermitente aunque siempre asociada con el cambio, o al menos, la voluntad de tal cosa. Llegado del Gran Buenos Aires, me permitió descubrir la ciudad y, al mismo tiempo que la conocía, de forma paradójica, transformarla en un lugar siempre nuevo y extraño. En especial, los paseos nocturnos saciaban para mí dos pasiones fundamentales. Una: la idea de aventura representada por el viaje; salidas solitarias que me transformaban; sin gastar dinero que por otra parte no tenía y amaneciendo la mañana siguiente en la misma ciudad (lo que, después de todo, era una ventaja, teniendo en cuenta que había que ir a trabajar). Dos: la literatura, y con ella la revelación y el misterio; esos paseos, se me antojaba -tal vez era sólo un capricho-, me acercaban a la ciudad de Borges y Bioy, representada no sólo en sus escritos sino en sus largas caminatas, cuya referencia ha sido siempre una constante. Llegada y bien entrada la treintena; habiendo perdido ya una novia de años a la que mi condición de peatón y ciclista ocasional ponían los pelos de punta, la bicicleta se hizo definitivamente parte de mi vida y así me transformé, como lo había sido mi abuelo italiano, en una persona que nunca tuvo auto.Marc Auge, el teórico de los no lugares, el cronista de la deshumanización del espacio urbano, hace también un ferviente Elogio de la bicicleta; librito aparecido también en el último año, en ocasión del proyecto de bicicletas comunitarias como transporte público que le está cambiando la cara a ciudades como París, Barcelona, Londres y pronto -ojalá- a Buenos Aires. Nuestra ciudad podría ser un caso emblemático. Porque nada más fácil aquí que una primera reacción de negación; decir que es imposible. Pero la idea de la bicicleta como medio de locomoción protagonista en la ciudad no es tratar de acomodarse a lo que hay, sino justamente una invitación a transformar lo dado.
En un momento de urbanización del mundo, escribe Auge, donde los sueños rurales están condenados al clisé de la naturaleza domesticada de los parques regionales o a sus simulacros, los parques temáticos, el milagro del ciclismo reinventa la ciudad como un lugar de aventura.
El sistema que pone bicicletas a disposición tanto de los habitantes como de sus visitantes obliga a reencontrarse, socializar las calles, rehacer los lazos vitales y soñar con un nuevo espacio.
El libro de Auge, como un espejo del fenómeno que retrata, es en sí un lugar de encuentro; porque, lo que rara vez ocurre, la teoría parece encontrarse con la práctica; el catedrático se confunde con el hombre común; el pesimismo reinante en la academia deja de lado por un rato su pasión por el cinismo, sonríe e invita a la acción.
Auge refiere cierta experiencia vacía del turismo, vivida incluso por el habitante nativo fruto de este urbanismo galopante que transformó a la ciudad antigua en un armazón vacío, en un decorado o un museo: el viejo museo, a cielo abierto.
El placer de andar en bicicleta restituye una dimensión simbólica y vocación primera de la ciudad; la del encuentro imprevisto. En general, lo poco que se comparte en una ciudad desconocida son los medios de transporte; pero compartir el sistema de Bicing (nombre que adquirió el proyecto en Barcelona) es algo totalmente distinto a soportar el calor y el gentío del subte. Es ser parte de una empresa común de transformación. Lo urbano, dice Auge, se extiende por todas partes pero a pesar de ello, o mejor dicho, por ello, estamos perdiendo a la ciudad y así a nosotros mismos.
Por eso la bicicleta podría jugar un rol crucial para recuperar la conciencia de sí y del lugar donde vivimos, dimensiones que, al fin de cuentas, van juntas. Auge señala como un peligro (mucho más peligroso que las calles mismas, que no lo son más para los ciclistas que para los peatones o los automovilistas) que esta experiencia se transforme en un evento veraniego, para turistas y de publicidad. No hay que engañarse; el proyecto Vélib (así se llama en París) sólo será exitoso cuando los habitantes de hecho crean que ir a trabajar o hacer lo que sea en bicicleta es una opción natural; cuando poner 20 mil bicicletas en la calle obligue a realizar la infraestructura necesaria para que todo el mundo se contagie y rescate su bicicleta. Cuando nuestras ciudades se parezcan más a Amsterdam que a Los Angeles. Lo mismo vale para Buenos Aires.
Hasta hoy, las únicas bicisendas eficaces están en el área de los Bosques de Palermo y sólo sirven al esparcimiento; son sendas que no van a ningún lado. A los carriles para bicicletas en las avenidas los usan en su mayoría motos o aparecen como lugar de estacionamiento para automovilistas, para quienes las bicis son sólo una molestia. Así y todo, cada día son más y más los que salen a enfrentar la ciudad en dos ruedas; hay muchas agrupaciones de ciclistas de todo orden y una conciencia de que la transformación es posible. Sin profundizar el hecho de que esta revolución es de la clase media; hay que recorrer las grandes estaciones de trenes y los furgones para saber que, para muchos, la bicicleta siempre fue la única herramienta y el único bien.
Auge toma nota de otro desafío: no cerrar el fenómeno intramuros. La vida no termina en la General Paz. Todo lo contrario; recorrer la ciudad, conocer sus declives y elevaciones, la calidad de sus calles, la pureza o no de su aire y recorrer también con las alforjas a cuestas las rutas, me han dado en lo personal una hermosa sensación de continuidad. De golpe Buenos Aires se abre y me encuentro en la llanura, bajo un cielo pampeano. Si tomo hacia el Oeste para el lado de Mataderos, donde la avenida Alberdi es bien abierta, en general pedaleo contra el viento que -se sabe- la mayoría de las veces sopla desde la cordillera.
Gentileza de Eduardo Ribó Bastian (Gracias Lalo)

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